Al límite

Idaly

Idaly Monroy Rodriguez es una escritora bogotana, formada como trabajadora social en la Universidad Nacional de Colombia, sociolkoga rural en el Instituto de Altos Estudios para América Lartina de París , especialista en Derecho de la Universidad Libre, candidata a Magister en Filosofía de la Pontificia Universidad Javeriana. Sin embargo, ante todo es una gran amiga y una escritora que siempre sorprende. Este texto es un adelanto su próximo libro y habla de mi transición.
Acá se puede comprar el libro La piel nido de Idaly Monroy,

Una cuerda floja se mecía en el vacío. Nunca la había visto. La descubrió cuando estaba pintándose las uñas de morado, ya las tenía largas.

No tenía idea de que esa sería su nueva ruta, el día que salió humillado de la reunión de trabajo. El cargo era importante, era un reto, los coequiperos: ¡bárbaro! Súper, superinteligentes, súper, superformados, súper, súper enredados. Se sintió estúpido.

Renunció, se encerró en su cuarto.

No era él. Él, que se había creído también inteligente, políglota, politólogo, ambientalista, periodista, becado; siempre becado porque era pobre, pero inteligente; diestro en TICS, escritor, poeta, lector inquieto, ambilero, amiguero, padre, exesposo, exmilitante de cuanta utopía. Melenudo de risos, gordito sin exceso, dueño de bellos dientes que iluminaban su sonrisa frecuente. Sobresaliente por su inteligencia y por ser buena gente, como dijeron en muchas ocasiones quienes “lo apreciaban.

No, él no era ese, el mentado con un nombre durante casi cincuenta años. Los inteligentes, los que eran algo, eran ellos; los otros, todos los otros, los de la oficina, los de fuera de ella, los amigos exitosos, los colegas, los excompañeros militantes, su ex, sus ex; principalmente ella. Sus hijos, sus amigos, sus enemigos, los del poder, los pobres hijueputas. Él era un saco de máscaras, anhelante de dar la talla, de gustar, de ser reconocido. Una pobre mierda… o ni siquiera eso.

No, él no era nada, nada. Ni inteligente, ni poeta, ni cibernético, ni robótico, ni padre, ni rico –más bien pobre-, o mejor, desposeído de todo: de casa, de dinero, de objetos, de arte, de máquinas, de cobijas, de nombre, de sexo, de amor, de gustos, de ambiciones, de pasiones, de ideas, de todo. No era naaadaaaaa

Y se perdió. Se hundió en su propia sombra.

¡Casi no vuelve!

Pero volvió, justo frente a una cuerda floja, a la hamaca que lo invitaba a recorrerla de un extremo a otro. Al vértice y al ángulo dibujados en el papel arrugado tirado por el piso, donde explicó a su hijo cuando lo acompañaba a estudiar para presentar un examen: El punto de este vértice en el espacio -había señalado en su momento con la punta del lápiz- podría desplazarse de aquí-aquí, cambiarían las líneas del ángulo con desplazamientos que serían millones de movimientos, millones de millones de velocidades, sismos cuánticos, configuraciones y reconfiguraciones, cambios inconmensurables, fuera de cualquier invención geometafísica. Así también el impacto de una palabra, de una frase, tiene el poder de crear o destruir; se le ocurría ahora que no era constructo sino ruina.

Silencio, más silencio, grito de la nada.

¿Cómo me llamo?

¿Quién era?

¿Quién soy?

¿Qué ser?

¿Qué existe por fuera de la pregunta …?

La cuerda-hamaca lo llamaba. Se desnudó y trepó en ella, se balanceó agarrado con sus dos manos, cuidando sus uñas recién pintadas de morado. En movimiento libre los crespos colgados de una bamba.

Qué importa el nombre cuando no se es nada, ni nadie, ni se tiene nada.

Quién soy no me importa. Qué soy sí, me importa quiero saberlo: soy vacío quiero saberlo quiero saberlo quiero. ¡OHHHHHH!

Después del grito, descansó.  Nuevamente puso la hamaca en movimiento suave

Sin embargo, la pregunta qué soy – porque no soy sino pregunta- necesita un contenedor.

¿Qué cosa? ¿Un hombre?, ¿soy un hombre? ¿qué es ser hombre…?

Es ir de aquí allá, de extremo a extremo de la cuerda, pudiendo detenerse en la estación de las uñas moradas, en la de la barba mojada de lágrima porque no le importa mi condición sino desde el abstracto de una institución para seres como yo.

En la estación de la indiferencia por el sexo de los hombres, pero gusto obsesivo por los senos y las caderas de las mujeres, por sus labios, por sus uñas pintadas de verdad –las mías son uñas pintadas de mujer, pero no me hacen mujer- quiero parar en esa estación para tenerlas en mí, en mi cuerpo, lujuriosas, orgásmicas en lo que hubiera sido mi cuerpo, pero, a lo mejor, no quedarme allí.

Quiero-querría-quiere-quisiera seguir ¿ondulando… me? hacia el extremo de la cuerda. Navegar entre mis yoes, Germán, Silvia, o en el infinitamente laxo Germán…

Todos los días recorrió la cuerda hacia estaciones secretas.

Todos los días el vértice se desplaza.

german bustos aut2
+ posts

Consultor en comunicación digital para la sostenibilidad, la equidad y la inclusión. Escritor, comunicador y educador. Con más de 27 años de experiencia realizando procesos de educación y comunicación estratégica y digital con comunidades, ONG y pequeñas empresas.

Scroll al inicio