Amigo

Lloró amargamente, lloró el jueves 6 de octubre de 1988. Lloró porque había perdido su sentido en la vida. Lloró porque el “no” había ganado el referéndum convocado por Pinochet.

Había dedicado toda su joven vida a combatir la dictadura. Había militado en el Partido Comunista, había participado en las tomas de estudiantiles de algunos colegios. Alguna vez había caído preso, capturado en un colegio. Un día su célula se desactivó repentinamente, se enteró de la razón cuando vio pegado, en un poste, el retrato de una compañera de colegio, asesinada por ejército. Toda su vida había sido una incesante lucha contra la dictadura, ahora la habían vencido, sin disparar una bala, a lo chileno. Con el pegajoso jingle de “¡Chile! La alegría ya viene”

Apenas si recordaba la vida en democracia. Recordaba el día que su padre lo llevó a ver un discurso de Allende en la plaza de San Bernardo, su ciudad natal, casi pegada a Santiago, el padre lo puso en hombros y este niño de apenas cuatro años pudo ver al primer presidente socialista de América, elegido por voto popular. Años después en la plaza central de La Paz vería a Evo Morales, desde un balcón del Palacio Quemado, dando un discurso a los indígenas bolivianos que bajaron por miles de El Alto. El estilo pedagógico de Evo evocó sus recuerdos de la niñez y sentía  la misma conexión de un líder con su pueblo y lloró de nuevo.

Unos meses después de ver a Allende, recuerda a sus padres quemando los libros en el patio de la casa. Ese once de septiembre de 1973 en las calles cundía el terror, los aviones de la fuerza aérea bombardeaban La Moneda. Las tropas invadían la cotidianidad de Santiago. El miedo se apoderaba de la ciudad. Después descubriría que esa era la historia de muchas familias chilenas: quemar todo lo que pudiera ser usado en su contra, las revistas, los libros, las banderas, los carnés.

Los milicos habían estado en la Maestranza, la planta donde se hacían las reparaciones a los trenes de Chile, el padre era obrero allí. Llegaron lista en mano, llamaron primero a los comunistas, luego llamaron a los socialistas. Con el alma en vilo, el padre descubrió que, a los militantes de su partido, el Radical, no los llamaron. Entonces, corrió a su casa, muy cerca de allí, a mitad de camino entre la Maestranza y la plaza donde había llevado a su hijo a escuchar al hoy derrocado presidente y se dedicó a quemarlo todo.

Mi amigo siempre recordará uno de esos grandes allanamientos que había en el barrio. Una pareja de hermanos, el mayor, militante comunista, casado con hijos, es llamado por su nombre. Los militares no lo supieron, al menos, no ahí. El hermano menor, desentendido de asuntos de política, da un paso al frente y se entrega para salvar a su hermano.

Otra noche, el terror visita el barrio. Un camión se detiene justo en frente de la casa de mi Amigo, el allanamiento es a la casa de los vecinos pasando la calle: eran comunistas. Los ponen en un camión, se los llevan, nadie supo más de ellos.

“Podemos ganar” afirmaba su amiga, ese verano de comienzos de 1988. Él, siguiendo la línea de los comunistas, estaba convencido que sería un fraude, un simulacro de democracia que sólo ayudaría a perpetuar la dictadura militar.

Sólo había una forma de saber la verdad, meterse en el proceso organizativo de las elecciones y participar directamente en el conteo de votos, la amiga le dijo que el Partido Socialista estaba reclutando personas que ayudaran en esa labor, pero llegaron tarde. Incluso llegaron tarde a las inscripciones en la conservadora Democracia Cristiana.

“Sabes”, le dijo un día la amiga, “hay un partido nuevo y raro, se llaman los humanistas, ellos necesitan gente”, y le dio un papelito con un nombre y número de teléfono. La cita fue medio clandestina, entrando con contraseñas para identificarse, pero la reunión fue cálida y amena.

Hicieron un rápido cursillo de cómo supervisar una mesa de votación, en el que les explicaron qué tenían que hacer, qué podían y qué no podían pedir, y cómo deberían consolidar los datos para pasarlos a la siguiente instancia e irlos consolidando. Al final les preguntaron si podían conseguir más gente para la próxima reunión.

Con el argumento que se podrían demostrar que realmente era un fraude, mi Amigo se llevó casi toda su célula comunista a la reunión siguiente. Estaba tan entusiasmado con el tema, que, a pesar de sus apenas 21 años, le ofrecieron ser coordinador de recinto.

Dedicó mucho tiempo en los meses siguientes a armar un equipo para supervisar las mesas con sus vecinos. Haciendo la peligrosa tarea de tocar la puerta, casa por casa en su barrio, listado en mano, preguntando a la gente si estaba dispuesta a medírsele a esa labor. Cuando no estaba la persona anotada en su listado, sólo agradecía. La persona que había abierto la puerta tampoco se atrevía a preguntar más.

Su familia se había mudado a una casa de su abuela, en un barrio popular de Santiago, no muy lejos de la principal estación de trenes. Por eso le asignaron ese recinto, la Estación Central, para que hiciera la supervisión de los votos.

Fue el primero en llegar al recinto, organizó su equipo y lo acompañó todo el día. Fue el último en salir, después de pasar los datos para que los consolidaran. Camino a su casa en la calle Buzo Sobene recorrió las calles vacías, habitadas sólo por el miedo. Tenía la satisfacción del deber cumplido y la alegría de saber que en su recinto el “no” había ganado sobrado. Esa tarde, con los primeros resultados, había alcanzado a asustarse, las primeras mesas (en las que se habían inscrito los pinochetistas, porque las mesas se asignaron por orden de inscripción) había ganado el “sí”, pero en las siguientes había arrasado el “no”, era una victoria contundente.

Sus padres estaban felices al verle volver a casa sano y salvo. Sin embargo, la felicidad acabó pronto, cuando la televisión mostró los resultados provisorios: el “sí” arrasaba en todo el país. “Es un fraude, yo lo sabía, es un fraude”, pero tener la razón no lo hacía sentir mejor. La gota que llenó la copa fue la noticia que la victoria del “sí” había sido arrasadora en Estación Central, él tenía los datos en la mano. Se fue a dormir con su rabia y su soledad.

Despertó temprano, después de un sueño inquieto. Pensaba en qué tendrían que hacer ahora para demostrar el fraude. Prendió la radio, la noticia era el triunfo del “no”. Buscó otra emisora, lo mismo, les preguntó a sus padres, definitivamente el “no” había ganado. En la madrugada, un general había dicho la verdad, el fraude no se pudo sostener más.

Pasaron años antes que Pinochet entregara el poder. La constitución, nunca cambió, el modelo económico sigue el mismo… la democracia no era muy diferente de la dictadura, pero sentido la lucha , ya no era el mismo. Sin embargo, él había conocido nuevos amigos, había oído hablar de nuevas formas de hacer política, de transformase uno y, al tiempo, cambiar el mundo.

Se había quedado sin enemigo, había perdido lo que había movido su vida desde que recordaba, no sabía sino vivir en la dictadura, oponiéndose, resistiendo. Entonces se sentó al borde de cama y lloró largamente.

Buscó por toda su habitación, hasta que dio con el papelito aquel. Llamó.

– “Hola, quiero entender en qué consiste eso de humanizar la tierra”.

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