Descendió desde el cuello por la espalda, fue horrible, mis manos y mis pies quedaron helados, mi cara arde. Voy a morir pronto. A veces, me aterra la idea de morir. Otras veces pienso que puedo morir tranquilo, hice lo que quise hacer en esta vida. Crie dos hijos maravillosos, que ya son dos adultos autónomos y, pueden necesitarme, pero pueden vivir sin mí. Logré lo que me propuse en otros ámbitos, aunque el ojo de otro pueda señalar que nunca “alcancé el éxito”.
La muerte es un tema difícil de tratar, asusta hablar de ella. Aprendí a tensionarme menos con el tema, cuando le ayudé a mi papá a morir. Ya tenía ochenta y tantos, estaba físicamente muy deteriorado, se aferraba a la vida, pero no era capaz de vivirla. Mi madre, mientras tanto, sufría por él, sufría por la carga que le implicaba. Una mañana despertó lúcido y radiante, la llamó a su lado, le agradeció la vida que habían tenido 40 años. A ella le pareció un poco cursi y prefirió irse a hacerle el desayuno, más tarde me levanté, fui a su cama, ya estaba muerto.
A veces pienso que este cuarto de inquilinato húmedo, mal ventilado, con goteras, atestado de libros, me está matando. “Qué lindo tu cuartico, tan organizadito, tan acogedor, se nota que se pasa rico acá” dijo mi amiga Rosita.
A veces pienso que moriré ahogado en mis propias flemas, en esos de ataques de tos. “Sus pulmones están bien. Hay que hacer más averiguaciones, pero no es nada grave”, me dice el médico.
A veces pienso que moriré muy flaco. En un poco más de dos años, pasé de pesar más de 90 Kg a 62 Kg y sigo bajando. Al principio feliz: podía entrar en cualquier vestido. Hace un par de meses comencé a sentirme sin fuerzas. “¿Desnutrido? No, usted todavía está en el rango de lo normal. Los exámenes que le hicimos salieron muy bien, no tiene SIDA, ni hepatitis, ni diabetes, nada grave. Está anémico, hay que averiguar para dónde va la sangre.”
A veces pienso que estoy muriendo de terquedad, de andar buscando lo que no se me ha perdido, en realidad no estoy en riesgo de morir. Sin embargo, algo dentro mí quiere morir. A veces recuerdo lo afortunada que ha sido mi vida, tuve las mejores oportunidades de educarme, he tenido trabajos maravillosos, que soy un anfibio cultural. Mi vida ha sido bella, pero a veces, algo dentro de mí quiere morir.
La esperanza de vida de una mujer trans en América Latina es de 35 años, yo hice trampa. Empecé a travestirme a los 48. Durante 40 años leí muchísimo sobre ser travesti. Tenía toda una personalidad trans virtual, nada en este lado del espejo.
Hace un par de años, el universo conspiró y me dio la oportunidad de travestirme. Me miré en el espejo, no estaba el monstro que esperaba ver, mi hermana me miraba, tan sorprendida como yo a ella.
Un tiempo después, aprendiendo las técnicas del travestismo. Tuve la experiencia mística más fuerte de mi vida. Por un momento me encontré en el vacío total, en la libertad total, en el conocimiento absoluto, soy, por ese breve instante, un demiurgo hacedor de universos a partir de la nada.
Desde entonces, travestirme deja de ser un asunto vergonzante, algo indigno de un profesor universitario, de un intelectual. Cultivar mi lado femenino se convierte en una acción política, en una postura social, en un camino místico. Empiezo a vivir y a hablar abiertamente. Le cuento a amigos, a exparejas, a mis hijos.
Empiezo a conocer personas trans de carne y hueso. Busco interlocutores para hablar mi experiencia mística, pocas consideran eso importante. Para muchas personas transgénero, su movimiento entre géneros es determinado por su propia disforia, la supuesta patología que nos hace sentir en “el cuerpo equivocado”. Sólo pasa. En algún momento decide transitar a otro género. No es una decisión racional.
Después vienen las decisiones muy bien pensadas: ¿Hasta donde voy a seguir los estereotipos y prejuicios de género para construir a la persona que quiero ser? ¿Hasta dónde le voy a dar poder al sistema médico para que decida sobre mi futuro? No es cierto, eso no pasa. “No me interesa lo que digan las feministas. Que hablen las hormonas: ¿Cuánta progesterona tengo que inyectarme en las tetas, para tener unos senos radiantes en pocas semanas? ¿En cuánto tiempo podemos ir al quirófano, doctor? Yo estoy lista”.
“Lo que pasa es que yo tengo más disforia que tú, necesito ser más femenina”. Me da pánico salir a la calle en falda. Entonces, los estereotipos vienen a salvarme. Me afeito, me pongo maquillaje especial para cubrir la sombra de la barba, me maquillo muy completo, cuido cada detalle. El miedo se va.
En un edificio del gobierno de esta ciudad, donde se puede ser, y la recepcionista me preguntó: “Qué desea el señor”, más tarde: “Sí, acá el señor Silvio Forero”. No fue una equivocación, era ejercicio deliberado por desconocer mi condición femenina. Hasta ese momento, aseguré que no tenía problema en ser tratado como Germán o como Silvia, en masculino o en femenino. Nunca imaginé que esos detalles podrían contener tanto odio. Tengo una carta del director de la entidad, con sus disculpas oficiales. Sigo procesando la situación.
Ser “una chica trans” no ha sido fácil. Los problemas salieron de otro lado. Sacar del núcleo de mi ser, ese gran secreto, que reprimí por cuarenta años, no pasa impune. Todos los discursos que había construido, como corazas, para cubrir mi vergüenza de ser un maricón, se desbaratan. ¿Intelectual? ¿Activista? ¿Pobre?
Sin tener claro qué soy, qué quiero, para dónde va mi vida, fácilmente pierdo mi trabajo en la universidad. En año y medio no consigo otro contrato importante, me rebusco cositas y logro sobrevivir, entrego mi apartamento, regalo mis cosas, me reduzco al mínimo y termino viviendo en este cuarto de inquilinato a veces siento tan hostil. Mi vida no tiene sentido sólo para ser trans. La vida, generosa, me hace cruzar con gente que he conocido en tantos momentos, en tantos lugares. Ya terco, pienso que voy a morir.
El té ha cumplido su propósito, mis manos y pies están un poco más calientes, me siento menos desalentado.
Me he encontrado con la muerte, la búsqueda no ha sido en vano. No sé quién voy a ser en el futuro, pero la persona que fui hasta hace dos años, ya no existe, ya nunca más existirá, ha muerto.
Soy Germán Bustos en su versión femenina. Sé que no soy una mujer, pero es mi forma humilde de reconocerme del lado de mitad de la humanidad que nuestra sociedad ha excluido. Ser Silvia es mi forma de estar del lado de las mujeres, de reconocer mi preferencia por muchas de las formas y roles sociales que tradicionalmente se las han asignado. Solo hasta que empecé a explorar mi lado feminino puede contectar de verddad con mi cuerpo