Apenas si pasó un año después de terminar mi tratamiento contra el cáncer y volví a estar confinado, con tapabocas y pensando en mi salud. Ahora que empezamos el segundo año de confinamiento, tenemos la oportunidad de vacunarnos.
Cuando mis hijos estaban recién nacidos, su madre y yo tuvimos muchas dudas sobre las vacunas, creo que ni mi hija, ni mi hijo tienen el esquema de vacunación que, se supone, deberían tener los bebés que nacieron en los 90.
Como ellos dirían, su madre y yo éramos una pareja muy hippie, que cuestionaba muchas cosas del sistema. En el medio en que nos movíamos era frecuente que se dudara de la efectividad de las vacunas, con frecuencia este discurso estaba basado en las críticas hacia la medicina alopática convencional y en especial hacia los intereses de la industria farmacéutica.
Cuando la madre de mis hijos era una niña, fue diagnosticada con polio, un curandero le hizo un remedio que funcionó y no le quedó ninguna lesión permanente. Años después, una familiar muy cercana también adquirió la enfermedad, pero cuando se la llevaron a mi suegra era muy tarde y el curandero no pudo hacer mucho. La niña sobrevivió, pero tiene una discapacidad para caminar. Esa idea que las enfermedades contra las que se aplican vacunas pueden ser curables por medicinas alternativas, también resonaba en nosotros cuando nuestros hijos estaban pequeños.
En los años 90, hubo una discusión, que me pareció muy seria, sobre la conexión entre la aparición de la epidemia del SIDA en África y los programas de pruebas de vacunas en los países de ese continente. Tenía sentido, las vacunas trabajan sobre el sistema inmunológico y el síndrome de inmunodeficiencia adquirida es una enfermedad de ese mismo sistema. En algún momento me desconecté de ese debate y no sé en qué quedó. No sé si no hubo suficientes argumentos científicos para probar esa correlación o si simplemente se censuró la duda.
Unos 30 años después sigo teniendo dudas sobre la medicina alopática, sigo viendo regularmente a mi acupunturista y sigo confiando en técnicas como el Reiki para enfrentar dolencias menores. Sin embargo, el cáncer fue otra cosa. Mi acupunturista, que es una médica graduada, me recomendó seguir las instrucciones de los médicos de la clínica, me sometí a un tratamiento de quimioterapia que me dejó completamente calvo, bajo en defensas, pero al final disminuyó el tumor a su mínima expresión.
Los médicos dicen que debo tomarme entre cinco y diez años después de terminada la quimio para declararme libre de cáncer, así que técnicamente no puedo decir que estoy curado. Volví a mis casi 90 kilos de peso, desde los 52 que llegué a pesar en mi peor momento, he recuperado mi vitalidad y capacidad de trabajar, eso sin contar el montón de milagros que me trajo el proceso de superar el cáncer.
En este contexto, no sólo estoy completamente dispuesto a vacunarme contra el Covid-19, sino que le he pedido a mis hijos que lo hagan. Aunque no fue necesario, ambos estaban completamente dispuestos a vacunarse, también su madre y ambas abuelas. Toda la familia.
Tengo que confesar que además de mi reconciliación con la medicina convencional por mi tratamiento del cáncer, hubo otro elemento que me ha convencido de vacunarme: La etimología de la palabra “vacuna”.
La descubrí en la serie francesa La Revolution, de Netflix, era un diálogo casual, no muy importante para la trama central de la historia, el médico Guillotin le cuenta a otra persona que hay unos medicamentos que previenen algunas enfermedades y que un médico inglés ha logrado prevenir la viruela, inoculando la viruela de las vacas (es decir la vacuna) a las personas.
Un poco de etimología y Wikipedia me confirmaron que no era un simple invento para el guion de la serie. Más tarde encontré una interesante coincidencia entre un artículo de la revista gringa Wired y un video del canal ruso Ahí les va, ambos cuentan la historia de Jenner, el médico inglés que creo las vacunas, ambos proponen argumentos científicos y racionales para la vacunación. Me llamó mucho la atención la historia de Catalina la Grande de Rusia que no sólo fomentó el uso de las vacunas en su imperio, sino que ella misma fue la paciente de prueba de la primera dosis.
Las vacunas, junto a otras prácticas que hoy hacen parte de las cosas que hacemos sin pensar mucho, como cepillarnos los dientes, lavarnos las manos, lavar la ropa con frecuencia o asear las casas, por dar sólo unos ejemplos, hacen parte de una ideología que surgió a finales del siglo XVIII y que hoy es norma, sin prácticamente ningún cuestionamiento: el higienismo.
Es muy difícil cuestionar el higienismo en especial por sus espectaculares resultados. Aumentos de casi el doble en la esperanza de vida al nacer, una drástica reducción de la probabilidad de muerte en niños, control de las enfermedades que antes causaban miles de muertes, como el cólera, y muchísimos ejemplos más.
Hace muchos años, mi jefa francesa me comentó que muchas de las normas de higiene se empezaron a aplicar en Francia como mecanismo antisubversivo, después de la Comuna de París. “Se prohibió lavar la ropa en el río”, me comentó, “pero la razón principal no era a higiene, sino que las lavanderas eran la red de comunicaciones de los grupos insurgentes”.
Cuando los españoles llegaron a este continente, consideraron que la costumbre de bañarse todos los días de los indígenas era algo demoníaco, pero hoy hace parte de las buenas prácticas que recomienda la higiene. Sin embargo, en la medida que el higienismo se impuso como ideología predominante en Europa, lo indígena o lo africano pasaron a considerarse sucios, y sinónimo de atrasados e incivilizados.
Se pueden hacer otras críticas más contemporáneas a las corrientes higienistas. Por ejemplo, los empaques, o utensilios desechables que usamos para proteger la comida y otros productos generan un enorme impacto ambiental, algo similar se puede decir de los muchos productos químicos que usamos para asear nuestro cuerpo, casa y utensilios.
Obviamente no son argumentos para dejar de vacunarse, tampoco he dejado de ducharme, cepillarme los dientes, lavar los platos o trapear el piso, pero creo que a mediano plazo (o tal vez corto) los humanos como conjunto tendremos que preguntarnos sobre los costos ambientales de nuestra higiene y si estamos seguros que preferimos que nuestros pequeños jueguen en un piso libre de toda forma de vida gracias a un montón de químicos, arriesgándonos a que con el tiempo sean más vulnerables a otras enfermedades, como el cáncer, o si preferimos que se unten de barro y pasto, pero mejoren sus defensas.
Como en muchas otras cosas, la relación costo beneficio es complicada de calcular, además tiene resultados muy diferentes si la medimos a corto plazo que largo. Es un tema sobre el que espero profundizar en algún momento.
Por ahora me voy a vacunar.