Tengo una hija y un hijo biológicos, una hija putativa, al menos tres ahijados, cientos de estudiantes, con muchos de los cuales aún estoy en contacto y muchos amigos, amigas y amigues jóvenes, en especial activistas, artistas, escritores y gente LGBTI. A mis 51 años tengo el privilegio de tener una buena interlocución con mucha gente joven.
Uno de los elementos comunes de todos estos jóvenes es que la mayoría han decidido que no van a tener hijos. Antes de tener mis hijos nunca me pregunté si quería o no tenerlos, si tenía que hacerlo. Crecí pensando que era algo tan natural que nunca me lo cuestioné.
“El miedo de la impotencia dura hasta que llega el susto del aborto”, me dijo un amigo cuando le conté que mi novia tenía un retraso. Creo que fue la primera vez que pensé en serio en la posibilidad de ser padre.
“Hay que hacer un análisis costo beneficio”, me dijo otro amigo, mucho tiempo después, cuando mi compañera y yo habíamos decidido tener un bebé.
Mi amigo y su pareja tenían una niña que ya iba a cumplir su primer año. Me hizo una larga lista de las cosas que iba perder por tener un hijo. No poder ir a cine cada vez que quisiera era una de las más dolorosas, tener que cambiar mis patrones de sueño y estar listo a levantarme en cualquier momento de la noche era una de las más retadoras, tal vez nunca lo logré del todo; pero la lista era mucho más larga, larguísima. Trabajar para comprar todo lo que un hijo necesita, por al menos 20 años, vivir preocupado por lo que hace, comer lo que les gusta a los hijos, pero al tiempo cambiar los hábitos para que aprendan a comer mejor que uno. Y más, mucho más, buena parte de la vida de uno (por no decir toda) se centra en darle a los hijos lo que necesitan o lo que uno cree que necesitan. Y ahora, viéndolo en perspectiva, me doy cuenta de que mi amigo se quedó corto.
La lista de lo que se gana al tener un hijo era mucho más corta, cortiquita. Qué le digan a uno papá, sonrisas, abrazos, garabatos, no mucho más.
“Pero valdrá la pena”, dijo mi amigo con una amplia sonrisa. También se quedó corto. Claro que ha valido la pena, tener hijos es una de las mejores cosas que me han pasado en la vida.
Y no es que haya sido fácil. La zozobra de tener un bebé enfermo es abrumadora, no sé si es peor cuando llora todo el tiempo o cuando se queda quieto y callado por horas, ni siquiera es capaz de explicar qué le duele o cómo se siente, es desesperante. Claro que cuando crecen un poco, la cosa se pone peor. La angustia de saber que a mi hijo lo atracaron, o llegar al hospital con mi hija desmayada por una intoxicación etílica, o saber que a mi hijo lo golpearon en una riña en un bar. Y lo peor, descubrir que han llegado esas etapas en las que no quieren saber de uno, en las que ellos sienten que me odian, se avergüenzan de su padre, de sus ideas, de sus gustos, de sus procesos.
Con todo eso, valió la pena, no me arrepiento ni por un instante de tener mis hijos. Me han dado razones para vivir los últimos 27 años, me han enseñado tanto.
Definitivamente, lo más importante entre tantas cosas que he aprendido con mis hijos es aprender a amar. A amar de verdad. A amar sin esperar nada a cambio, a amar por amar, sin justificación, sin intereses adicionales.
Aprendí a amar a mis hijos para que sean libres, para que sean lo que ellos quieran, para que sean felices. Tengo clarísimo que mis hijos no son una inversión, ni un proyecto del que yo personalmente vaya a sacar algo. Todo lo que hago por ellos es para ellos y no necesito ninguna retribución.
Por eso mismo aprendí que mi vida depende únicamente de mí, que soy responsable de mi futuro, de mis metas. No en una lógica de “sálvese quién pueda”, sino en una profunda comprensión de la solidaridad.
Durante los peores momentos de mi cáncer, que me diagnosticaron a comienzos de este año, mi hija se convirtió en mi “adulto responsable” y si no fuera por su gestión probablemente yo no estaría con vida; pero así como ha tenido el cariño de estar conmigo en los momentos más duros, tiene la fortaleza y la claridad para decirme las cosas sin censura cuando no está de acuerdo con lo que hago, que es muy frecuentemente.
“Ese error que tú cometiste, no lo voy a repetir yo”, fustiga la hija a una de mis amigas. “Con lo que gastas en mí podrías viajar, tener mejor ropa, hacer muchas cosas chéveres. Tener hijos es un pésimo negocio”.
Y es completamente cierto. Si lo que uno quiere es hacerse millonario no puede dedicarse a tener hijos y si los tiene, no puede dedicarse a ellos. Pagará porque alguien más los cuide, los críe, los eduque. De hecho, los libros, cursos y manuales de exitismo siempre recuerdan que uno no puede andar perdiendo el valioso tiempo que debería dedicar a hacer plata en cosas como cultivar flores, escribir poemas o cuidar los hijos.
Los hijos son un pésimo negocio, porque no son un negocio. Los hijos son familia, son trascendencia, son amor. Dejar de tenerlos por lo que cuestan es simplemente una disculpa, burdamente disfrazada de economicismo, a una profunda mezquindad.
“El planeta está súper poblado, es irresponsable tener hijos” dice, no sin razón, alguno de mis jóvenes amigos. Es cierto que la población mundial ha crecido de una manera exponencial, principalmente en las últimas décadas. Las personas que han nacido desde la época en que tuve a mis hijos, en los noventas, hasta hoy, son tantas como toda la humanidad un siglo antes.
“La huella ambiental siempre es más alta cuando se tienen hijos”, refuerza otro joven. Eso depende, pienso yo. Si abstenerse de tener hijos implica fomentar los hogares de una sola persona con más comodidades, mejor espacio y más consumo, los potentes argumentos ambientales se convierten en una disculpa, que intenta tapar, de una manera más elegante, la misma idea egoísta de no querer compartir con nadie lo que se tiene. Vivir en pareja, en familia, en comunidad, compartir el espacio, el carro, el alimento, las cuentas no sólo hace que los gastos sean menores, también disminuye la huella ambiental, el impacto que cada persona tiene sobre el planeta.
“No tengo hijos, pero tengo una o varias o muchas mascotas”, me han argumentado varias personas. Y con frecuencia se han molestado porque les digo que no tiene nada que ver. Está muy bien tener mascotas, entiendo el profundo cariño que genera un animalito, creo que es un gran aporte de muchos jóvenes insistir en el respeto profundo a toda forma de vida. Pero, no creo que la relación con los animales se pueda, ni se deba humanizar. Los animales son seres sintientes, son inteligentes, son sociables, pero no son humanos, ni equivalentes en todo sentido a nosotros. Eso no quiere decir que los humanos seamos mejores o peores, pero somos diferentes, específicos. Tenemos definitivamente cosas terribles, que se entienden como tales en la medida que somos humanos. Igual pasa con nuestras cosas más sublimes.
“Entre más conozco a los seres humanos, más quiero a mi perro” dijo algún pensador y ese profundo aforismo es ahora un meme más de la red. Una justificación de un profundo antihumanismo que desprecia a la humanidad, pero adora a yo, al individuo, como si “yo” no hiciera parte de “la gente”. Espero en otro momento profundizar en lo ilógico de las posturas que igualan a los humanos con los otros animales, pero esa es otra discusión, La forma en que tratamos a los animales es muestra de nuestra humanidad, pero nuestra capacidad de relacionarnos con otros seres humanos es la prueba definitiva.
“Porque no (o porque sí), no son razones válidas” solía repetirles yo a mis hijos. Ahora pienso qué es tal vez no tener hijos “por que no”, por que no se quiere, es una mejor razón, que los argumentos retorcidos que suelo escuchar en muchas personas. Al fin y al cabo, mi generación (o por lo menos yo) tuvimos hijos “porque sí”, porque nunca llegó a cuestionárselo, porque nunca sintió que fuera una opción o un derecho. Es maravilloso que los jóvenes hoy puedan entenderlo así, como un derecho.
Esos argumentos me recuerdan la pobreza argumental y sentimental en la que están algunas adolescentes que se embarazan a temprana edad. Algunas porque quieren ser reconocidas como grandes, como independientes, otras porque quieren tener alguien que les quiera y una más porque creen que así conseguirán un marido.
A pesar que llevamos décadas en que el discurso de la planeación familiar y la paternidad/maternidad responsable, la mayor parte de los seres humanos somos consecuencia de una situación fortuita de un accidente.
Decidir tener o no hijos debería ser una decisión intencionada, que busque lo mejor para uno, para la humanidad, para su comunidad, más allá de las razones del egoísmo y la mezquindad, por encima de los discursos políticamente correctos que esconden el miedo a enfrentar el amor y el desafío de la vida, la vida en lo real y no en abstracto.
Tal vez el miedo a que los jóvenes no tengan hijos me dure hasta que tenga que enfrentar el susto de ser abuelo. Tal vez en mi propia mezquindad tampoco quiera sentirme un anciano, un abuelito. Pero creo que es importante dar este debate más allá de las poses intelectuales y las justificaciones superfluas.
Artículo publicado por la revista virtual El Callejón
Tomado del https://revistaelcallejon.com/2018/11/04/a-la-mierda-los-hijos/
Los comentarios están cerrados.