Hace una semana asistí a la obra Inxilio, dirigida por Álvaro Restrepo del Colegio del Cuerpo, evidentemente una obra que impacta, por lo monumental, por lo emotiva, por lo cruda. Aunque también es una obra compleja, que, para quienes estamos acostumbrados al consumo de productos culturales con historias claras y lineales, obliga a hacer un esfuerzo de compresión.
Alfredo Molano en su columna de hoy en El Espectador, la narra con esa capacidad que le caracteriza de hacer de la prosa poesía y del dolor y la denuncia literatura muy lejos del panfleto. Acompaño la pirateada con unas pocas fotos de baja calidad que pude tomar con mi teléfono antes que se descargara desde el gallinero desde el que vi la obra:
«Salen de todas partes. Salen por un lado y por el otro; salen por aquí y por allá; salen del norte y del oriente, salen del sur y del occidente; llegan por todo camino, por toda trocha, por los ríos, por las quebradas, por las ciénagas; bajan de las cordilleras, de las lomas; dejan las selvas; bajan de los árboles, salen del mar.
Se arraciman en el centro, en los centros, en la equidistancia. Caminan, a veces corren, a veces se atropellan. No hablan, no se quejan, ya gritaron. Se arremolinan alrededor de los que ya fueron y siguen siendo. Los oyen, los escuchan, los miran. Cada uno tiene su palabra. Se levantan de sus pensadores. Palabrean. Cuentan la misma historia repetida boca a boca, boca por boca, siempre la misma, siempre igual, siempre ensangrentada. El negro da paso al rojo en el lomo, pesa como la cruz. Es la cruz. Alguno cae asesinado, también otro y otro. De ellos, de los mismos, los huyentes. Deambulan, deambulan, deambulan, deambulan hacia ningún lado. Pasan.
Se apoyan unos con otros, unas con otras, suavemente con la mano en el hombro del que va adelante con la confianza y con el terror de los ciegos, mirando la luz, sin parpadear. No caen. Y si caen, caen muertos, masacrados. Se arriman unos a otros. A veces cantan sin voz, a veces lloran, a veces rezan. Se detienen, se funden, se confunden. Son los mismos, son iguales. Perdieron el principio y el fin, las diferencias, las edades, el sexo, el ritmo. Caminan. Deambulan. Son los mismos adentro, allí bajo un cielo de cemento gris, que afuera sobre una calle mojada. O bajo un cielo azul enero. Les da lo mismo un semáforo que un hospital, un periódico que una cobija, un perro que un policía. Son reales. Deambulan. Itineran en blanco. O en rojo. Caminan sobre su propio dolor, sobre sus propias lágrimas.
Es la obra Inxilio: El sendero de lágrimas, de Álvaro Restrepo, maestro del cuerpo, en colaboración con el artista cartagenero residente en Londres Oswaldo Maciá, presentada en Bogotá la semana pasada. Doscientas personas —“oficiantes”— en escena, una por cada año de Independencia; desterrados de carne y hueso, llegados de todas partes a la caótica Bogotá, con el mero encapullado encima: cobija, colchón, paño de lágrimas. Rojo, rojo tinta sobre un negro luto eterno. Las únicas voces que se escuchan son las de los “palabreros”, indígenas y campesinos del Amazonas, de la Sierra Nevada, del Cauca, del Darién, de los Montes de María, de Buenaventura, de Palenque, de todo lugar donde el tableteo de ametralladoras, la motosierra, la bomba —las bombas— se han impuesto. La obra es introducida por la actriz Rosario Jaramillo con textos de William Ospina y Juan Manuel Roca. Detrás, en la periferia, un canto que sale del centro del corazón, la Sinfonía de las lamentaciones, de Henryk Górecki, un compositor polaco muerto el 12 de noviembre pasado, cuando Álvaro Restrepo daba los últimos toques a Inxilio. La soprano norteamericana Sarah Cullins, con siete meses de embarazo, acompañada por la Orquesta Filarmónica de Bogotá, canta las lamentaciones —magma de dolor— escritas por una niña en el muro de una prisión de la Gestapo en la Alemania nazi.
Al final, 25 bailarines de El Colegio del Cuerpo de Cartagena, que fundó y dirige Álvaro Restrepo con Marie France Delieuvin, entonan con sus cuerpos desnudos un canto a la vida. Una flor de medianoche que se abre a la espera de la luz. Llegará, sin duda, llegará para todos.
La obra está dedicada a quien la inspiró, Mónica Restrepo.»
Hasta acá Molano.
En el círculo de los palabreros se habló en una docena de idiomas, de esos que la mayor parte de los colombianos aun no somos capaces de reconocer que existen en realidad, pero que son lengua, lengua madre en los territorios que la muerte intenta despejar, esas lenguas en las que palabras como relación costo beneficio, esas lenguas que son símbolo y herramienta de resistencia cultural, de saber ancestral, de alternativas a esta forma de vivir que está acabando con todo y con todos….
Movimientos lentos, ritmos tristes, músicas que duelen, quejas que quedan, Yohanna me decía que esperaba algún momento de mayor ritmo, pero nada, siempre lento… siempre doloroso, mucho negro, mucho rojo…
Me dejó sorprendido el monumental montaje de 200 personas en escena, el Coliseo El Campín con toda su área central convertida en la arena de la escenografía, todo para apenas dos presentaciones.
Una obra compleja, interesante, retadora para la imaginación, pero que valdría la pena que se diera mayores oportunidades de ser vista, tal vez se debería cobrar la entrada para que más gente la valorara…