Hubo una paz blanca, silenciosa, suave, perfumada y dulcecita. Hubo una paz sin protestas. Hubo una pax romana, hubo una paz mongola, hubo varias paces de los imperios. Hubo una paz de esas de las blanquitas, que, hace unas décadas, las dictaduras militares trajeron a algunos países de América Latina. Hubo una paz de esas blancuzcas, que los violentos “generosamente” regalaron a ciudades como Medellín o ciudad de México.
Es la paz unánime. Es la paz del silencio. Es la paz que nadie se atreve a perturbar. Es la paz en la que todas y todos estamos forzados a ser uno sólo, a parecer felices. Uniformados, unidos, únicos, idénticos, todos parecemos una repetición. Cómo un hermoso seto en el que toda rama que sobresale se corta y toda la que se queda abajo se arranca.
Es la paz “menos peor” que la guerra. Es la paz de los sepulcros. Es la paz del miedo
Sueño con una paz blanca, pero también negra, y cobriza, y azul, y roja, y amarilla, y verde, y naranja, y morada, y marrón. Sueño con una paz multicolor en la que yo pueda vivir por mis ideales y no tenga que morir por ellos. Donde todos y todas y todes podamos vivir nuestros deseos y sueños sin temor a morir por tenerlos, sin importar que tan diferentes sean.
Aspiro a una paz que huela a campo de rosas y de orquídeas y de jazmines. Y axila sudada de obrero con paga justa. Y a pecueca de pie de quien camina buscando su propia felicidad. A estiércol que abona, a tierra mojada. Y a sancocho humeante, a ajiaco chirriado, a ajicero ardiente, a comida para todas las personas. Aspiro a una paz que huela a equidad y a diversidad.
Quiero cocinar una paz llena de sabores. Una paz dulce como la sonrisa de una niña o un niño que puede crecer seguro contra todo tipo de violencias, que puede aprender a pensar, a convivir y a comunicarse en una escuela gratuita, diversa y llena de oportunidades. Una paz picante por las movilizaciones sociales de todos los sectores construyendo derechos y oportunidades. Una paz sabrosa llena de esos ingredientes que, aunque minoritarios se dejan sentir en ese caldo de cultivo de la paz, enriqueciéndola desde su propio sabor, desde su diferencia.
Ayudaré a construir una paz áspera. Una paz en la que se pueda hablar de las propias convicciones espirituales, de las propias ideas políticas, de los gustos sexuales, culinarios o futbolísticos sin que el interlocutor se sienta agredido o con derecho a usar la violencia. Una paz incómoda en la que a diario me sorprenda el conocer nuevos sueños de país, diferentes al mío, incluso opuestos, otras formas de acercarse a lo sagrado, nuevas formas de amar y construir el cuerpo. Una paz donde pueda ser sobrecogido por el descubrimiento de nuevas formas de construcción de la identidad, de género, étnica, etárea, espiritual, territorial, humana. Una paz dónde no se necesiten las señoras que piden evitar los temas políticos, religiosos, sexuales como se evitan las flatulencias en público; sino llena de mujeres que nos recuerden que la democracia, el crecimiento personal y el amor a la vida, a la gente y a la naturaleza se construyen en el diálogo y que el diálogo se arma desde la diversidad de puntos de vista, desde la divergencia de intereses y que el resultado del diálogo no es que alguna de las partes “pierde” y debe silenciarse, sino que el fruto es un híbrido donde las ideas y puntos de vista de todos y todas han aportado, es algo nuevo, más rico que todas las propuestas iniciales.
Los colombianos llevamos dos siglos de vida republicana, esperando una paz estable, una paz como de estampa religiosa en la que los leones y las gacelas yacen lado a lado sin agredirse. Una paz sin ecología, sin vida.
Ojalá esta sea la oportunidad de construir la paz de los colores y las luces, la paz de los perfumes y los olores fuertes, la paz de los gritos, las risas y los silencios, la paz amarga, y ácida y salada y dulce, la paz con sabor, la paz carrasposa, áspera y también suave y mullida.
Está es la oportunidad para que el don divino de la paz sea construido desde las múltiples formas de ser humano, de vivir en el mundo, con libertad y no impuesta como un dios externo y aterrador.